lunes, 13 de julio de 2009

EL BARBARO - CAPITULO 9

CAPITULO 9


Killian frunció el ceño . Si ya era bastante malo y dislocado confesarle sus pecados a una yegua, explicárselos a un desconocido vestido de esa manera era todavía peor. Pues aunque algunas preguntas hechas muy cuidadosamente al hijo del molinero le hubiesen asegurado que la baronesa no tenía parientes, era difícil creer que ese sujeto que venía corriendo fuese un criado, tomando en consideración su traje de excelente calidad.

- Quién es usted? - él indagó, caminando al encuentro del despavorido caballero.
- Soy el mayordomo de lady Glendowne - explicó el hombre, sin darse cuenta que el perro espiaba por detrás de sus piernas. - Por favor, dígame dónde está ella.
Ahora que había llegado el momento de hacer las aclaraciones, Killian sintió cierto arrepentimiento por lo que había hecho. Pero como no era un hombre de ocultar la verdad, no vaciló en revelar:
- La dejé en el camino.
El criado abrió enormemente los ojos. Su rostro se empalideció.
- No me diga que ella...
- La dama está bien - afirmó Killian en un tono que no dejaba lugar a duda y también calculando que la baronesa debía pagar bastante bien a sus criados. - Pero sería bueno que enviase a alguien a buscarla.
El criado entreabrió la boca como si fuese a preguntar algo, pero a continuación volvió a cerrarla y partió de vuelta en dirección a la residencia.
Al llegar al establo, Killian vio que un caballo robusto de piernas cortas ya había sido enganchado a un vehículo de transporte que él todavía no conocía. Perplejo, observó entonces al animal gris ponerse en movimiento, con su conductor sentado en lo alto de un extraño carruaje.
Era verdad que había estado en Londres unas pocas veces, pensó Killian, y ahora le parecía evidente que, en esas raras ocasiones, no había reparado que los ingleses eran tan diferentes de los hombres de su clan, o incluso de su soberano francés, que... La memoria le trajo a la mente el rostro de su señor feudal a quien prestaba vasallaje. Pero aunque fuese apenas una figura surgida de la nada en medio de sus pensamientos, la imagen parecía castigarlo como la lámina de una espada. No había un nombre que acompañase ese rostro sombrío e impenetrable, solamente emociones en un torbellino, aún así él casi tuvo la absoluta certeza de que había sido su lord quien lo había enviado allí, al lugar donde se encontraba en ese exacto momento. Una certeza que no era completa porque venía seguida de cerca por la sensación de que no había sido mandado a ningún lugar .



En el intento de distinguir entre hecho y suposición, Killian sacudió la cabeza enérgicamente. Parecía casi como si... Pero prefirió no permitirse terminar esa idea. En vez de eso, dejó esos pensamientos de lado y entró en el establo. Allí, el olor a heno y caballos vino a encontrarlo como un amigo de larguísima data.
El todavía inspiraba profundamente para llevar ese aroma al fondo de su pecho cuando un muchachito con aspecto de escudero corrió al encuentro de la yegua de la baronesa.
- Filie! - exclamó el jovencito, tomando las riendas rotas entre las manos al mismo tiempo en que colocaba su mirada curiosa sobre el desconocido. - Quién es usted? Qué está haciendo con la yegua de mi lady?
Killian entonces vio al muchacho pasar la mano por el cuello del animal en una rápida caricia antes de enderezar los hombros con un gesto brusco. La piel de él era clara, lo que le resaltaba los ojos castaños y los cabellos rojos como la puesta del sol. No era muy distinto de los muchachos que habitaban la región montañosa de Escocia conocida como Highlands , con la diferencia que, a la edad de quince años, la mayor parte de los compañeros de Killian ya habían estado en una batalla y habían ganado sus primeras cicatrices, o ya habían sido sepultados. Era evidente que no se podía decir lo misma de ese joven.
- Le hice una pregunta, señor - señaló el muchachito.
Killian, quien lo observaba fascinado esa conducta impetuosa, presumió que tal vez no se tratase de un criado, como antes había supuesto.
- Cómo te llamas, muchacho ?
Moviendo los pies sin sacarlos del suelo, el muchacho estrechó la mirada. Era casi cierto que nunca había empuñado una espada en un campo de batalla, pero ahora se mostraba extremamente tenso y hostil, como si estuviese listo para una batalla. Esa expresión hizo que Killian se acordase de la desconcertante baronesa. Tal vez la información que había reunido con tanto cuidado sobre la dama de Briarburn no fuese correcta. Tal vez ella realmente tuviese algún pariente. Tal vez ese muchachito fuese un estimado sobrino o un primo mimado por ella. O quizás la bella dama era más vieja de lo que aparentaba y había dado a luz a ese muchachito. Si los ingleses habían sido capaces de eregir las construcciones asombrosas que él había visto en los últimos días, todo por allí parecía absolutamente posible.
- Eres un pariente de ella?
- Si lastimó a la baronesa o a la yegua - las cejas del jovencito casi se tocaban de tanto que él las fruncía -, tenga certeza que va a arrepentirse amargamente.
- Tienes el mismo aire beligerante de lady Glendowne - observó Killian. - Por casualidad saliste del vientre de ella?
El muchacho pestañeó en señal de sorpresa, luego se ruborizó intensamente. Ese color en las mejillas juveniles trajo a la memoria de Killian el recuerdo de las amapolas silvestres de los campos franceses, aunque no se acordase muy bien cuando las había visto.
- Cómo se atreve ? - el jovencito jadeó. - Cómo se atreve a hablar de mi lady como si ella fuese...
- Entonces no eres descendiente de ella? - Killian estaba más confundido que sorprendido. Y más enervado que confundido.
- Mi lady no... - El rubor en las mejillas de él parecía intensificarse. - Espere... Usted quiere saber si soy hijo de la baronesa, es eso?
- Fue eso lo que pregunté, qué mas podría ser?.
- Ah....
Al darse cuenta del equívoco, por poco Killian no soltó una carcajada. Entonces el muchacho había entendido que él insinuaba una relación carnal con ella? Cómo era posible...
- Qué más podría haber querido insinuar? - sin darse cuenta , Killian le dirigía una mirada bastante severa al muchachito, una expresión parecida con la que había intimidado una decena de soldados en las proximidades de las tierras pantanosas de Aigues-Mortes.
- Veo que sabe muy poco respecto a mi lady . - Encogiéndose de hombros, el joven se puso a mover con gestos nerviosos la tira de cuero que colgaba de la montura de la yegua.
- Es verdad - concordó Killian. - Fue por eso que pregunté.
- La baronesa todavía no cumplió 25 años. Apenas tiene edad para estar viuda, en cuanto para tener... para... - él bajó sus ojos al suelo, después se dio vuelta hacia sacar la cincha que colgaba de la montura. - Creo que ese no es un asunto sobre el cual se deba hablar.
- En mi tierra es probable que una joven haya dado a luz media docena de niños antes de llegar a la edad de la baronesa.
- Y de dónde viene ?
De dónde, realmente?, él se preguntó mientras veía al muchacho sacar la montura de la yegua. Aunque la montura, pequeña y liviana, estuviese confeccionada en un cuero oscuro de excelente calidad, era la manta lo que de hecho le llamaba su atención . No estaba hecha de fibras rústicas entretejidas como las que él acostumbraba usar en sus caballos, sino de un tela suave, blanca como la nieve, y cubría el lustroso lomo del caballo como una caricia.
Volviendo a preguntarse de dónde habría venido, Killian dejó el establo. A pesar del sol que todavía brillaba con afable esplendor sobre la propiedad, la mente de él estaba muy lejos de allí, perdida en una tierra de sombras y guerras. Dónde había estado? Por qué había luchado? Los recuerdos confusos que asomaban entre sus pensamientos le traían los gritos de sus hombres, los relinchos de sus caballos.

Otro ruido vino sacarlo de su devaneo y, levantando el rostro, Killian vio una cotorra que trinaba en lo alto de un árbol en los jardines de la baronesa. Pero cuando examinó con atención los alrededores, sus ojos terminaron por posar en la inmensa estatua del Celta Melancólico.
Killian sintió la sangre drenarse de sus mejillas, sintió las piernas aflojarse bajo el peso de su cuerpo. Por Dios, qué estaba sucediendo?

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